Mi padre: Un telecomunicante ...
Yo nací y viví mis primeros años en Punta Arenas. Mi padre, a partir de los 8 años, a veces me invitaba a acompañarlo en sus largos viajes de varios días en camionetas todo terreno, por centenas de kilómetros y en caminos de ripio que muchas veces eran una simple huella. Una región donde puedes avanzar horas por la pampa magallánica, sin cruzarte con ningún auto en uno u otro sentido.
Si bien para los que gustan de los deportes en la nieve, un metro de nieve es una maravilla para practicar ski, en la zona austral de Chile, en Magallanes, un metro de nieve cubriendo un camino de 250 kilómetros de ripio entre Puerto Natales y Punta Arenas, y sin puntos de referencia en la mitad de la nada, puede ser un infierno blanco.
Mi padre trabajaba como parte de los equipos técnicos de Entel que en la década del '70 tenían que mantener viva la red de enlaces de microondas que unían la región.
Cuando llegábamos a la subestación, abríamos un bunker de cemento de 3x4 metros, lleno de racks de equipos y grupos electrógenos que había que mantener tanto eléctrica como mecánicamente. Mi padre abría esos racks llenos de luces, reparaba tarjetas electrónicas y se metía en las entrañas de los monstruos metálicos con tapa. Yo, para no aburrirme, me sentaba con un cautín, un cortante, un rollo de soldadura de plomo y metros y metros de "alambre de cobre" de múltiples colores sacado de cables multipares, y me dedicaba a hacer "esculturas de alambre". Era muy divertido.
Las quemadas con el cautín dolían pero había que aguantar callado o mis creaciones de alambre hasta ahí no más habrían llegado. Un cortante en manos inexpertas hace que los malditos alambres de cobre se entierren en los dedos y salga sangre. Aguantar sin chistar. Y las traicioneras gotas de soldadura de plomo que hacen "Ploch!" al caer, solidifican en figuras como "copos de plomo", queman como el demonio y cuesta muchísimo despegarlas del suelo y más todavía de la ropa. Nunca me pregunten por las potenciales intoxicaciones con plomo. Por lo menos, tenía claro que no había que comérselo. :-)
Haciendo recuerdos, mi padre a veces me decía "tengo que subir a la antena a alinear una parábola. Voy y vuelvo, y no toques nada". Lo de no tocar nada ya lo sabía. Desde esos tiempos es que con mucho respeto y particular delicadeza entro a las salas de equipos o servidores, y me tensiona ver esas "visitas importantes" que por poco entran con una hamburguesa y un vaso de bebida a "conocer los computadores". "Son lindas las lucecitas ... puedo tocarlas?" Argh!
Cuando mi padre se ponía su cinturón de seguridad, grampones y "su" casco ("suyo" porque yo tenía "mi" casco verde que me encantaba), y lo veía arriba de una torre de telecomunicaciones a muchos metros sobre el suelo, reafirmaba lo que yo sentía que era (y sigue siendo y será por siempre): un gran hombre .
Lo que mi padre nunca supo y que ahora con este post quiero decirle, es que me enseñó con el corazón algo que con los años he logrado conceptualizar en mi labor. En esos viajes, mi padre compartía con las personas que servía: los ovejeros de Villa Tehuelche, los que nos atendían en la residencial de Puerto Natales, los obreros de un campamento petrolífero en Tierra del Fuego. Mi padre para ellos era su vínculo. La llegada de mi padre y sus colegas aseguraba el contacto con el mundo, el escuchar radio, el poder hablar unos minutos por teléfono con la familia. Y eso se reflejaba en las múltiples parrilladas con un gran trozo de cordero asado, unas papas cocidas y un buen vaso de vino, donde compartían de la vida.
Por eso este post, que originalmente era la introducción a otro artículo sobre la evolución de la industria de las telecomunicaciones, terminó siendo un homenaje a mi padre, quien me enseñó desde niño lo que terminé aprendiendo de adulto: que la tecnología sólo tiene sentido en la medida que mejore la vida de las personas.
Un abrazo y gracias papá.